Los últimos rayos del atardecer comienzan a desaparecer y la noche empieza a cobrar forma
las primeras estrellas hacen de centinela las idas y venidas de las vidas que la oscuridad moran.
Gigantes luceros celestiales cuyo destino es hendir las tinieblas que nuestros miedos acechan
un último rescoldo de luz ante la grieta inmensa.
No será una noche cualquiera, las pocas que aún brillan precipitarán sobre esta tierra umbría
astros desconcertados que vienen a morir en el olvido de un enconado y triste cielo solitario
inspiradora y antigua bóveda celeste, hoy tiznada de carbón, plagada de ausencias.
De nuevo impera en el firmamento la ley absoluta de una oscuridad ya conocida
responsable de las últimas llamadas desesperadas que entona una melodía lejana
el vestigio sincero de acordes silenciosos que con dulce resonancia
estimulan la cuerda quebrada que un piano averiado creía olvidada.
Viento y lluvia helada de una tormenta de furia desatada intenta reanimar con saña
los pequeños pedazos de vida que quedaron al abrigo de una tierra desamparada
en un inútil intento de separar la arena muerta de la única fuente de agua.
Y es que llueve sobre tierra mojada, sobre recuerdos lejanos de una vida ahogada
otro día más sin que suceda nada, más de los que soportaría una mente sana.
De nuevo se elevan en solitario los altos muros de cemento
y una vez más suspira, el hombre suspendido en el tiempo.